Hay pilares invisibles que sostienen nuestras vidas. No siempre los vemos. A veces creemos que los tenemos bien agarrados, que somos nosotros los que llevamos la carga. Hasta que la vida te arrebata uno… y descubres que eras tú quien estaba sostenido.
Este blog no es sobre mí. Es sobre ellas.
Sobre las mujeres que me han formado, abrazado, empujado, enseñado. Sobre las que me amaron sin condiciones, las que se quedaron cuan9do todo dolía, y también sobre la que tuve que dejar ir y me dejó a cargo del amor más grande, cuando ya no me quedaba nada más que el silencio.
Las primeras raíces
Mi madre… mi brújula. Mujer de amor inagotable, incansable, disciplina y que nunca me enseñó a tener miedo a soñar. Me enseñó que no hay contradicción entre ser fuerte y ser sensible. Que se puede ser madre, esposa, profesional, amiga, sostén… todo a la vez, sin pedir permiso.
Ella plantó en mí la semilla del cuidado. Pero yo no sabía cuánto me ayudaría eso… hasta que me tocó aprender a cuidar desde otro lugar.
El amor que se transforma en legado
La madre de mis hijos fue mi compañera de vida durante muchos años. Compartimos más que un hogar: compartimos una visión. Verla convertirse en mamá fue un evento. Su manera de amar era expansiva. Sin pausa. Sin miedo.
Su amor y preocupación por los niños y jóvenes, la convirtieron en pionera de una lucha constante contra el bullying. Ella siempre en su rol amoroso y protector.
Cuando enfermó, nuestras vidas se transformaron en un proceso de rendición, de aceptación, de preparación. Pero no hay cómo prepararse del todo para ver partir a alguien que amas. Y mucho menos cuando esa partida deja hijos esperando respuestas.
En el dolor más profundo, ella me dejó su herencia más importante: me enseñó a cuidar como una madre. No porque pretendiera sustituirla (imposible), porque entendí que mis hijos me necesitaban entero. Me necesitaban fuerte… y también mostrándoles ese amor incondicional. Necesitaban que me permitiera ser padre y madre al mismo tiempo.
Animus y Anima: el viaje hacia dentro
Fue en medio de ese proceso y por ella, llegué a la lectura de Carl Jung, psiquiatra y pensador suizo que cambió mi forma de asumir roles. Jung hablaba de dos fuerzas internas que habitan en cada ser humano: el animus (la energía masculina que reside en la psique de la mujer) y el anima (la energía femenina en el inconsciente del hombre).
Estas energías, según Jung, no son atributos de género, sino arquetipos internos. Cuando no las integramos, vivimos desde un desequilibrio. Un hombre que reprime su anima, su capacidad de nutrir, de empatizar, de conectar emocionalmente, termina proyectando eso en el exterior, buscando constantemente una “madre” en cada relación, o desconectándose de su propio corazón.
Tuve que mirar mi anima de frente. Aprender a no tener miedo de consolar, de ser el abrazo, de ser la calma. Aprender a cocinar snacks, a responder preguntas sin tener todas las respuestas. A estar. Sin el disfraz de la fuerza, sino con la presencia real del amor.


Ser madre sin serlo
En estos años, he desarrollado una admiración inmensa por todas las madres solteras, por las abuelas que se hacen madres por segunda vez, y también por los padres que, como yo, han tenido que aprender a sostener desde ambos lados del corazón.
La maternidad no está determinada por el cuerpo, sino por la entrega. Y hoy, en esta etapa de mi vida, reconozco la valentía que implica criar, sostener, contener, enseñar… muchas veces sin apoyo, sin manual, sin descanso.
He conocido mujeres que crían mientras estudian, que crían mientras emprenden, que crían mientras sanan sus propias heridas. Son verdaderas fuera de serie: convierten el cansancio en consuelo, la escasez en oportunidad, el miedo en fuerza.
Gracias, mamá
Este blog es mi carta de gratitud. A las que están. A las que ya no. A las que no tuvieron hijos biológicos pero han sido madres para muchos. A las que se rompieron por dentro pero siguieron adelante por sus hijos. A las que luchan contra el cáncer mientras siguen haciendo meriendas. A las que hacen malabares con tiempo, presupuesto y emociones. A las que no se rinden.
Porque ser madre no es un rol. Es una dimensión del amor.
Y el amor… es lo que sostiene al mundo.
Lo que me queda por enseñar
A mis hijos, les digo lo que he aprendido: que la fuerza también se llora, que el cariño no te quita autoridad, que los hombres pueden ser dulces y las mujeres pueden ser firmes, y que no hay amor más poderoso que el que no exige nada a cambio.
Les hablo de su madre. Les hablo de su abuela. Les hablo de todas las mujeres que forman parte de nuestra historia. Y cuando veo en ellos compasión, respeto, empatía… sé que la cadena no se ha roto. Que hay algo de ellas que sigue vivo.
En honor a ellas
Este mes celebramos a las madres, pero más allá de las flores y los regalos, te invito a mirarlas de verdad. A reconocer su labor invisible, su resiliencia, su inteligencia emocional. A escucharlas más. A preguntarles cómo están. A permitirles descansar. A incluirlas en las decisiones. A no esperar que lo hagan todo solas.
Y si tú eres madre, de la forma que sea, solo quiero decirte esto:
GRACIAS.
Gracias por todo lo que hacen.
Gracias por mantener el mundo en movimiento cuando todo parece detenido.
Gracias por existir.
Gracias por amar.
Con todo mi respeto y admiración, para las madres.
Carlos Cobián